Razas
Me vi echar las cosas en su maleta -nunca compré una propia, habría sido como aceptar el fracaso-, recoger algunas revistas de debajo de la cama y ordenar un par de libros. Le vi permanecer inmóvil entre las sábanas observando cómo arreglaba mi ropa. Su mirada era tan larga, mi respiración tan corta. No me decía nada.
Me miraba desde el rincón de la cama. Estaba ordenando sus cosas. Me pareció eterna la mañana. Tenía la respiración en un hilo y permanecí sentado sobre la cama, observando cómo ella ponía sus vestidos en mi maleta -nunca compró una propia-. Yo quería que me dijera algo.
Una vez más permanecía en silencio. Como si no tuviera que agregar nada, como si todo lo que nos pasaba fuera asunto mío. Nunca logré que conversáramos porque cuando yo reclamaba sus oídos, él reclamaba su distancia...y luego: “a ver ¿de qué quieres que hablemos?". A mí me hervía la sangre.
Nunca hablamos de lo que pasaba. Yo la veía a veces furiosa conmigo pero cuando quería que conversáramos, o daba un grito corto o se ponía a llorar. Me sentaba aguantando la rabia y nada, se quedaba callada a la distancia.
Yo creí que comprendía. De manera que esa mañana supuse que en esta última ocasión conversaríamos. Estaba casi segura que no dejaría que me fuera. Pero le vi permanecer sentado, inmóvil sobre sí mismo, observando cómo yo ordenaba mis cosas en su maleta y comencé a llorar.
No me conmoví cuando lloró. Tenía la cara húmeda, los ojos destrozados pero ya no me tocaba. Sentí que no había vivido con ella todos estos años. Su llanto era apenas el sollozo de una extraña a la vuelta de la cuadra. Permanecía allí, como eternizada sobre la cama con la maleta deshecha esperando algo que no venía. Yo continuaba en silencio deseando que por fin hablara y dijera de una vez por todas quién era, que confirmara esa mañana que su llanto no era el de una extraña, que me dijera que había vivido con ella estos siete años. Sin embargo, pasó la mano por la cara y me habló de algunas cosas que llevaría prestadas. Que no me preocupara, que para eso estaba el correo. No teníamos que vernos para devolverlas.
Ya no recuerdo lo que dije antes de irme. Improvisé un par de historias, creo. Me llevé -además de la maleta- unos libros que conservé por un tiempo. No sé por qué los tomé del estante. Tal vez pensé que llevaría conmigo algo de su casa. Esa mañana supe de pronto que él era lo único más cercano que me quedaba, estuve a punto de quedarme, de echarme a llorar en sus rodillas para sacudirlo un poco, pero le vi mirarme indolente, como si yo no existiera, como si mirara a través de mí a otra que yo no era. Tomé los libros y me fui.
No entiendo lo que me pasó esa mañana. Mi estado de absoluta insensibilidad esperando, en definitiva, que ella se fuera. Al principio la sensación duró unas semanas. El espacio se abrió doblemente en mi cama. Recuperé lugares en desuso, las paredes, el suelo, las últimas tablas de los estantes, el botiquín del baño. Estaba solo y el mundo volvía a ser mío. Mi silueta estaba completamente delineada sin marcas ajenas. Eso duró tres meses, ahora el frío me retuerce las pestañas.
Fui a la casa de una amiga. Tuve una pieza en la que lloré tres meses de corrido. El frío se colaba todas las noches por la ventana. Este frío desalmado que viene y me atrapa, este frío que no es aire solamente, sino muestra de lo que queda dentro de mi cuerpo. Tengo una pena a prueba de poemas, a prueba de cualquier intento por levantarme el alma y, el amor, antes creciendo amplio, incorruptiblemente terco, ya no crece a pesar de mí y contra toda desesperanza.
La verdad no me falta nada. Mi vida puede seguir su curso sin que yo haga mucha cosa por cambiarlo. Puedo insistir en este estado de laconismo y vivir el resto de mi vida como si nada me faltara, pero ella está en el punto donde su presencia - o ausencia, da lo mismo- traspasa todas mis etapas. Conoce cómo fui. De alguna forma extraña observa la manera en que me construyo y, cuando lo hace, vuelvo a vivir mi nacimiento y es entonces cuando su presencia lo cubre todo. Recorre conmigo las baldosas de una casa de dos pisos donde vive mi infancia.
El miedo me revuelca las pestañas ¿hace cuánto que no duermo? ¿Cuánto que no sueño con peces de colores? Ahora mi compañera tiene nombre de mujer y le temo; la soledad me atraganta. Tengo beso en vez de boca, comienzo a dejar aromas y no huellas.
Ella está en el centro, con su frente triste y sus manos pequeñas y presiento que conoce absolutamente lo que digo, inmóvil sobre mí mismo. Hace lecturas en silencio, adivinó mi estado esa mañana que se fue, por eso permaneció en silencio. Ella entró en el surco donde mi historia se escribe. Vivió el día de mi cumpleaños número treinta y de mis cuarenta y mis ochenta años. Enterró mi cuerpo y removió el musgo para que la placa que lleva mi nombre se viera.
Yo ya no sabía qué más decirle. No supe más palabras mágicas ni canciones de sirena, me aburrieron las banderas para enarbolar en su nombre -por lo demás, las conocía todas-. Al final, yo no sabía nada de libertad, ni independencia, ni autosuficiencia creadora. No supe resolver el problema de quién era yo, menos podía susurrarle el oído historias acerca de su vida. Quién sabe si hubiésemos llegado a viejos, si él hubiera descorrido las malezas cuando fuera a verme al cementerio para que se viera mi nombre. Yo no lo habría hecho.
Fui a verla a su cuarto de soltera. Tenía una cama estrecha y eso me alivió. Hubiera querido no entrar, verla con espacios delimitados ajenos a los míos me hizo repensar la visita. Le dije que seguía amándola, ella sonrió y miró las tablas del piso. No pude verle la cara pero quise ver sus ojos húmedos. Me entregó unos libros que dice que tomó del estante de mi casa, dijo que el correo no es seguro en el envío de paquetes grandes y que era mejor que yo mismo hubiera venido a buscarlos. Me senté en su cama, ella me observó indolente, como mirando a través de mí a otro que yo no era. Me invitó un café y luego me dijo que tenía un compromiso, que agradecería que me fuera. La miré antes de irme, ella seguía estando en el centro de mi vida.
Vino a verme hace una semana. Se sentó en mi cama como si estuviera en la suya. Me dijo que me amaba, yo no quise mirarlo de frente, supe que no era cierto. Igual tuve que llenarme de lágrimas. Le entregué sus libros, quería poner en discusión cosas absurdas, hablar esta vez no me interesaba. Yo no quise mariposas en los labios, pero las tuve, no quería colmenas en los pechos, ni blancura de luna entre las piernas, no pude evitarlo. Ahora, cuando me siento, inmóvil sobre mí misma, apenas si me entretienen los surcos de su frente y su beso de solitario me parece insulso. Si antes subí devoradora la escala de sus días, ahora la pena me dejó satisfecha. Inventé un compromiso para que se fuera y por el hueco de la ventana pude ver cómo se iba. Estuvo una hora mirando mi casa desde su auto. Una hora estuve yo contemplando su quietud. Supe entonces que ambos desde el otro lado del vidrio terminamos por alejarnos demasiado...Somos de distintas razas, dije.
...somos de distintas razas, pensé.
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