La yerna del Sheik
(Por Matilde Celero, mi corresponsal en el extranjero)
Me decidí a romper el cascarón como hace cuatro años. Hasta entonces era una niña de mamá esperando que me sirvieran el plato de comida. Pero estaba harta, con eso no llegaba a muchos lados salvo al amplio rollo que me colgaba en la cintura. Así que me puse a estudiar inglés y dejé mi torpe carrera de asistente social en la que alcancé a mirar un par de caras para saber que eso no era lo mío. En poco tiempo dominaba bastante bien la lengua civilizada y postulé a una de esas empresas de cruceros internacionales.
Mientras acariciaba al gato y chateaba en internet, me econtré con un correo misterioso. Por primera vez en mi vida me llamaban a una entrevista por mi currículum, nada de pitutos o el amigo de mi papá mirándome de soslayo para ver si alguna pasada le daba luego que papi cerrara la puerta. No, esta vez me llamaban porque querían conocerme, leyeron lo que había hecho y ahora me llamaban a mí. Me sentí liviana, desde ese día empecé a bajar los kilos y no me di ni cuenta cómo pronto estaba abandonando la casa paterna (más materna que nada hay que decir) para subir a un transatlántico descomunal.
Ja, me río de la vida desde acá. Cuando me entraba la nostalgia salía a cubierta a mirar una puesta de sol y se me acababa luego ese sentimiento tan débil que es la pertenencia a la patria. Por lo demás ¿qué podía extrañar yo? Una casa donde habitan 5 humanos y un gato, la comida de la madre que nunca ha superado a la del cheff del "barquito", una hermana a la que apenas conozco y que no me conoce tampoco, un heramano menor con el que sólo cruzábamos muecas y un padre conservador.
Nada, mi vida cambió luego del escape.
Claro que la cosa a veces se pone exagerada. Cuando estuve en Inglaterra antes de subirme al crucero y así perfeccionar más mi english, tuve un par de compañeros de curso. Entre ellos había un árabe que me cayó simpático y que me miraba apenas podía. Yo nada más me sentí exótica entre tanta rubia desabrida y me dejaba querer, pero en realidad nunca le di mucha pelota.
Ahora que me bajé del crucero y trabajo para una de las cadenas hoteleras más grandes del mundo (y no hablo en términos brasileros) en Dubai, se me ocurrió llamar a mi amigo. Por lo demás era el único árabe al que conocía de cerca, los demás me sonaban todos a terrorismo.
En cambio Meshel, parecía un buen tipo. Sencillo y de pocas palabras. Me recordó a la gente de campo de mi chilito, auque claro, con plata. Creí que su patrimonio llegaba a niveles de éxito y confieso que eso hacía más atractiva su moreta tez, pero les prometo que la pera me llegó al suelo cuando finalmente nos contactamos.
Matilde, ¡qué gusto saber que estás acá!
Meshel ¿hola qué tal en qué andas?
Viajando, estoy haciendo algunos contactos para la empresa de mi papá
Oh, ¡qué bien!
Pero juntémonos ¿te parece si mi chofer te pasa a buscar como a las 8?
¿Mi chofer? pensé. Este se volvió completamente loco. Está bien que un hombre quiera impresionar a una mujer, pero ¿no sería un tanto estridente la oferta? Le dije que no aunque la verdad me habría gustado ver qué tanto estaba dispuesto a gastar el muchacho por una noche animada con una mujer exótica (esa soy yo). Le pedí que me pasara a buscar él mismo y llegó como todo un árabe montado en un jaguar rojo último modelo. Para no creérselo. Pensé que algún amigo árabe mafioso le habría prestado el modelito para que pasara una noche interesante, pero el hombre parecía manejar el automóvil como si fuera propio.
Esa noche me enteré de qué hablamos cuando decimos un restorán elegante. Dios, no sabía si había que respirar en ese sitio o hacerlas de estatua. No sé ni lo que comí. Meshel parecía deleitarse con mi campechana forma de degustar qué se yo qué cosas. En fin, una noche de cenicienta transformada.
Pero la cosa llegó al delirio cuando me invitó de nuevo a almorzar. Esta vez le dije que no quería nada elegante y verdaderamenta nada elegante. Se quedó en silencio en el teléfono y me dijo: no te preocupes, vamos a almorzar con mi familia.
Llegó en el jaguar rojo (eso no podía evitarlo) y me condujo por la ribera del río Dubai hasta un embarcadero donde detenidos estaban los yates más exclusivos que haya visto en mi perra vida. Yo creo que a Meshel le gustan las caras de susto que pongo cuando me muestra el patrimonio familiar, por eso me invita, seguro.
La cosa es que almorzamos con la familia. Me enteré que el padre de Meshel es dueño de la mitad de Arabia Saudita, que tiene pozos petroleros y que, por si fuera poco, Meshel es hijo de sheik. Dios y yo con mis cuatro pesos entre toda esa gente. Por suerte en realidad eran personas sencillas, aunque excéntricas.
Para seguir en la línea, a alguien se le ocurrió terminar la velada tomado fotos en el desierto. La verdad me sorprendió la sugerencia pero la encontré bonita. Me acordé de mi mochileo en San Pedro de Atacama y de la larga caminata que nos pegamos para tomar fotos en el Valle de la Luna al atardecer.
Pero la vida en Dubai es muy distinta. Entre frases enredadas se le dijo algo a un sirviente (que verdaderamente era un sirviente) y mi duda por el transporte fue resuelta en un tris. ¡Llegó un helicóptero!. LLegamos al desierto en helicóptero ¿pueden ceerlo? Yo no sabía si fotografiar el helicóptero o el camello o la puesta de sol o mi cara. Daban lo mismo para mi torpedeada capacidad de asombro.
Me asusté y tengo que admitir que he pospuesto el encuentro el par de veces que me llamó Meshel. No sé, me suena raro ser la yerna del sheik... aunque no suena mal: La yerna del sheik. Supongo que aún me pesa la tradición de una casa comprada a patadas y el siempre bienvenido plato de comida. Bueno, y para serles sincera, Meshel se parece un poco a Menem y yo no soy la Boloco.
En fin, ya les contaré si vuelvo a las andadas.
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